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Enero, 2021
Audiencia
Conexión
Liderazgo
Imagina la situación. Dedicas todo el tiempo necesario a preparar tu discurso. Los argumentos son equilibrados. Las historias y los ejemplos encajan como las piezas de un buen puzle. Todos los puntos quedan conectados. Practicas la exposición hasta que fluye con tanta naturalidad como si estuvieras improvisando. Llega el gran momento y ¡el discurso te queda redondo! Un éxito para ti, ¡palmadita en la espalda! Qué lástima que no puedas reutilizar todo ese esfuerzo… ¿O sí puedes?
La palabra “reciclar” tiene connotaciones muy positivas para todos los que nos preocupamos por el impacto que causamos en nuestro entorno. Sin embargo, el reciclaje de presentaciones es una práctica de alto riesgo. Vamos a comprobarlo con una historia real, que suelo presentar como “el misterioso caso del galán de telenovela”.
La anécdota está explicada y analizada en el taller gratuito de oratoria al que puedes acceder desde mi página web (y del que te invito a disfrutar), pero ahora vamos a ver cuál fue el principal error de nuestro galán reciclador.

¡El escenario es mío!
Hace varios años me invitaron, junto a otros colegas de diferentes países iberoamericanos, a participar en un evento de dos días de duración en Costa Rica, con formato “feria de inversionistas”. Mientras las casas de bolsa ofrecían sus servicios profesionales a los visitantes en un predio al aire libre, un antiguo edificio colonial albergaba conferencias y talleres divulgativos.
La feria estaba destinada a pequeños inversores, y contaba con espacios para que los niños pudieran entretenerse mientras los papás y las mamás trataban de averiguar cómo hacer rendir sus ahorritos. El objetivo era promover la planificación y la estabilidad financiera de las familias a largo plazo. Todos los ponentes sabíamos que nuestra audiencia no estaba formada por inversores sofisticados, sino por modestos ahorradores interesados en dar el salto al mundo de la inversión.
Las presentaciones y charlas se sucedieron durante dos días. Unas eran más entretenidas que otras, pero en general el público parecía satisfecho y la asistencia se mantuvo en niveles muy aceptables. Por desgracia, me correspondía dar la conferencia de cierre, momento al que la gente suele llegar cansada y con sobredosis de información no digerida. Yo tenía asumido que, con suerte, tendría una “charla íntima” con algunos frikis de las finanzas.
¡Error! No había contado con el despliegue de medios del colega que me precedía. Era un profesional de primer nivel, del tipo que se maneja con soltura en los mercados internacionales. Su aspecto físico y su lenguaje no verbal denotaban la arrolladora confianza de las personas acostumbradas a sumar éxitos profesionales. Para colmo, era indiscutiblemente atractivo: de ahí lo del “galán de telenovela”. No hubiera desentonado como protagonista en cualquier teleserie de doscientos capítulos.

Lo primero que hizo al subir al escenario fue pedir que cambiaran todo el espacio. Mientras el resto de los ponentes se habían conformado con el micrófono fijo del atril y una pantalla conectada al ordenador, él pidió un micrófono dinámico con cable y no una, sino DOS pantallas. Hubo que traer otro ordenador y despejar el escenario, porque el ponente (con buen criterio), tenía la intención de moverse y eliminar los obstáculos físicos que lo separaban de su audiencia.
Este despliegue logístico tuvo un poderoso efecto llamada: en lugar de aburrirse con los preparativos y marcharse, la gente se quedó clavada en sus asientos, anticipando el espectáculo. Para cuando mi estimado colega se dio por satisfecho y se puso frente al público con su mejor sonrisa, la sala estaba llena y no se movía ni una mosca.

En aquel momento, otro compañero que ya había dado su presentación se inclinó hacia mí y me susurró, con toda la sorna: “No creo que puedas igualar este nivel de atención, ni aunque te desabroches tres botones de la blusa”. Me dio la risa, pero tenía toda la razón: antes de decir una sola palabra, nuestro galán ya se había metido al público en el bolsillo. ¡Aquello prometía ser algo fuera de lo común!
Comenzó la presentación. Sujetaba el micrófono y se movía por el escenario como si fuera una estrella del pop. Sus primeras palabras (los habituales agradecimientos a los organizadores y bla bla bla) terminaron de encandilar al público, no por su contenido sino porque también su voz era de telenovela: grave, modulada, perfecta.
Y después… ¡CHOF! A la cuarta diapositiva la magia se había evaporado. Las dos pantallas estaban abarrotadas de datos, gráficos, tablas y viñetas. Los contenidos eran ilegibles e indistinguibles, incluso para los que ocupaban las primeras filas. Aunque los paseos del galán, de un lado a otro del escenario, resultaban estéticamente cautivadores, no se entendía nada de lo que decía. Jerga y tecnicismos a tutiplén, conceptos complejos que se daban por sabidos, conclusiones que parecían salidas de la nada… El desencanto en la sala era palpable, y la gente se empezó a remover en sus asientos.


¿Qué había ocurrido? Sobre el papel, nuestro galán era un orador de primera línea: hablaba con fluidez, le sobraba dominio escénico, era extremadamente expresivo, dominaba el tema y era evidente que la presentación había sido preparada a conciencia.
El problema es que el enfoque era inadecuado para las características, necesidades y expectativas de las personas que llenaban la sala. ¡Parecía más apropiado para sofisticados inversores internacionales! Después supimos que ese era precisamente el caso: dos semanas antes, el galán había tenido que realizar una presentación a un grupo de clientes institucionales sobre las perspectivas de los mercados regionales, y el resultado fue tan positivo que decidió aprovecharla (reciclarla) para su compromiso en Costa Rica.
Tenemos aquí un ejemplo claro de que la “buena oratoria” no es tan buena si no alcanza su objetivo prioritario: que el mensaje llegue a la audiencia. A pesar de su brillantez y de las altas expectativas generadas, nuestro galán no logró lo que sí habían conseguido otras presentaciones más “modestas”: que la gente se fuera a casa sabiendo más que al principio.
¿Captas el problema? El resto de los ponentes habíamos preparado nuestras exposiciones teniendo en cuenta el contexto y el perfil de las personas que nos iban a escuchar. El galán se saltó esa parte, y optó por reciclar una presentación que era perfecta… para otro público. Todo lo que en su momento le sirvió para impresionar a sus clientes profesionales (autoridad técnica, complejidad de los datos, etc.) tuvo aquí el efecto contrario: abrió una brecha insalvable entre él y su audiencia de pequeños ahorradores.
¿Significa eso que nunca podemos reutilizar una presentación? No necesariamente. Si sueles hablar ante públicos similares y logras hilvanar “el discurso perfecto”, no hay ningún problema en reutilizarlo. Lo importante es que te asegures de que las audiencias son equiparables en lo esencial, y de que el discurso puede funcionar en diferentes contextos.
Antes de reciclar una presentación, comprueba que las audiencias son lo bastante similares en cuanto a formación, expectativas y rasgos culturales. Si las diferencias son leves, haz los cambios necesarios. Si las diferencias son significativas… ¡haz una presentación nueva!
En una ocasión, como parte de un curso de Liderazgo, asistí a una de esas (escasas) exposiciones impecables en las que no falta ni sobra nada. La oradora se mostró segura, cálida y cercana en todo momento. Después supimos que era la quinta vez que daba ese discurso, lo que explicaba el absoluto dominio que había mostrado.
En este caso no supuso ningún problema, porque la presentación era del tipo “genérico-biográfico-motivador” y la usaba solo ante grupos de profesionales con un interés específico en el tema. Es decir, ese era “su” discurso para “ese” tipo de audiencia: un reciclaje bien realizado.
Veamos ahora un ejemplo de “despiste” en el análisis de la audiencia. Un profesor de oratoria contaba que la Sociedad Histórica de su ciudad le había pedido una presentación sobre los principales acontecimientos que habían dado forma a la comunidad. Poco después le invitaron también a dar una charla en un centro de personas jubiladas, justo la víspera de su compromiso con la Sociedad Histórica. El profesor era una persona con mucho sentido del humor y un estilo muy cercano, así que no tuvo dudas de que su recorrido por la historia del lugar agradaría igualmente a las personas mayores.
¡Y acertó! Los ancianos disfrutaron mucho con su presentación, cuajada de guiños, comentarios humorísticos y curiosidades. Pero ¡ay!, el problema llegó al día siguiente. Los señores de la Sociedad Histórica tenían una idea muy definida sobre la seriedad de su labor, y esperaban un análisis técnico y profundo, muy diferente del tono cercano que el ponente elegía siempre por defecto. Así que se sintieron profundamente decepcionados y ofendidos con la exposición.
Este fue un caso de reciclaje fallido, aunque no de la forma prevista. El profesor nos explicó el problema: no había indagado lo suficiente en las características y expectativas de los miembros de la Sociedad Histórica, que resultaron ser personas con conocimientos enciclopédicos y unos estándares intelectuales muy concretos. La siguiente cita resume de forma muy gráfica la esencia del problema:
Preparar una presentación sin el público en mente es como escribir un discurso de amor empezando con: “A quien le pueda interesar” – Ken Haemer

Imagen de Ruth Archer
Pixabay
¿Imaginas escribir una carta de amor con un comienzo tan poco personal? Exacto: mejor no te molestes. La posibilidad de conmover a la persona destinataria es nula.
Lo mismo ocurre con las presentaciones que no se preparan teniendo en cuenta quién es nuestro público, lo que necesita y lo que previsiblemente espera de nosotros.
¿Reciclaje? Sí, pero solo cuando las audiencias sean tan similares que ninguna pueda percatarse de que no se preparó exclusivamente para ella.
¿Cuál es tu experiencia sobre este tema? ¿Has asistido como público a alguna presentación que no parecía «de un solo uso»? ¿Has tenido la posibilidad – o la tentación – de reciclar un discurso?
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